Marina di Marco de Grossi
La literatura infantil, en su larga trayectoria, se ha beneficiado —a veces de manera libre e inconsciente, a veces forzada por las instituciones— con el establecimiento de formas architextuales que enfatizan algún u otro aspecto de la vida de los niños. En este contexto, por un lado, la narrativa se ha desarrollado originariamente en su vínculo con la resolución de problemas, lo que Bettelheim denominara “la lucha por el significado”. Por otro lado, la poesía infantil, unida en sus principios a la lírica aplicada —con exponentes como la canción de cuna y la canción de corro—, se caracteriza por presentar una situación de enunciación —más o menos explícita— en la que se manifiesta una representación de la infancia. Con el correr del tiempo, se ha ido independizando de las formas tradicionales, y, sin dejar de abrevar en ellas, ha buscado nuevos caminos, uniéndose al libro ilustrado o al libro-álbum, y planteando, con juegos enunciativos propios, la posibilidad de una hibridación con las características semánticas y discursivas la narración.Este es el caso de los poemas “Súplica” (Julio Alfredo Egea, en Nana para dormir muñecas, 1965) y Canción decidida (David Wapner y Cristian Turdera, 2003). Los subgéneros que atraviesan a cada obra —canción de cuna y libro-álbum, respectivamente— se ven cuestionados, reformulados y enriquecidos. La poesía los tensa y flexibiliza, para dar cuenta de dos situaciones de enunciación concretas. Ambas favorecen la aparición de microestructuras narrativas, bajo el aspecto de mundos posibles, expresados por la subjetividad de un hablante lírico niño siempre deseante.