La experiencia colectiva del espacio -como la del tiempo- responde a las posibilidades de construcción simbólica intersubjetiva de ese ámbito de conexiones reales donde se proyecta la coexistencia social dotada de sentido. El espacio no es una realidad absoluta, autodeterminada ontológicamente fuera del sujeto que la percibe. Remite, ante todo, al modo específico en que una sociedad histórica concreta hace viable la apropiación y aprehensión imaginarias de las relaciones del individuo consigo mismo, con el otro y con el mundo. El espacio alude, por tanto, a la dimensión trayectiva de la vida humana.
El principio nacionalista se basa en una representación social del espacio como entidad física, material, corpórea, cuyo principal referente es el territorio-frontera: el lugar. Frente a ello, la extensión creciente de los flujos globalizadores supone un proceso de deslocalización transfronteriza de las relaciones sociales en todo sus ámbitos. Las nuevas formas de sociabilidad de fin de siglo han encontrado en la arquitectura invisible e inmaterial de las redes informáticas un nuevo modelo de representación espacial que parece cuestionar los sentimientos de pertenencia y comunidad ligados al lugar. En suma, la dialéctica local-global que define el mundo actual es el correlato de una tensión retroalimentadora entre dos modos de representación social del espacio: los particularismos nacionalistas y el universalismo globalizador. Este trabajo pretende mostrar de qué modo se resuelve dicha tensión hacia el siglo XXI. Ello conducirá, finalmente, a la consideración de las claves simbólicas que ayuden a interpretar el fenómeno de la reformulación del sentido en un horizonte histórico esencialmente ambiguo, discontinuo y pluridimensional.