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Santiago, Chile
Atenta a las miradas que la vigilan, "rodeada de esos ojos que fosforecen" en la madriguera donde recluye su enfermedad (Jara 13), el testimonio de su supervivencia, al igual que la llaga de su hermano, Yococo, ha requerido de nuestra lectura para expandirse como una herida de podredumbre capaz de inundar el mundo, el mundo de la narración que nos interpela exigiendo el derecho de la voz, de la incomodidad y de la historia.2 Es ese el inicio y el final, el ciclo de la vida breve del poblado Montacerdos expresado como recuerdo de la voz ya casi fantasmal que lo narra: En adelante, la única medida del paso temporal que dará lugar a la historia-cuya mónada parece hallarse en el instante mismo de la domesticación del cerdo-, no será más que ese simple acontecer, ese fluir abierto, esa llaga a la cual se refiere Maruja como horizonte del relato: el crecimiento de la descomposición en el cuerpo de su familia-la llaga, el aborto y la tuberculosis, referidos de forma sucesiva-y, por extensión, en el cuerpo colectivo que se inaugurará en ese mundo-infierno, "chiquito como piojo", al que la muerte de Yococo, el inmortal, el sujeto sagrado, el héroe paródico y el testimonio delegado a la voz de su hermana, dará en adelante nombre, es decir, existencia. Este relato de la catástrofe, sin embargo, no se resigna a su miserabilismo: no es solo el recuento tremendista de la ausencia de gobernabilidad en el Perú del periodo, la suspensión de normativas de convivencia o la denuncia de la violencia como estructuradora de poder social-todo esto que, en lo que sigue, se congregará alrededor del concepto de "estado de excepción"-, sino que es, además de todo, una suma de "restos" o "imágenes" que se resisten a desaparecer en el caos de la experiencia narrada (Didi-Huberman 64-67). Dicha práctica biopolítica "penetra en el cuerpo mismo de los sujetos" y, como resultado de ello, da lugar inevitablemente a una "animalización del ser humano" (Agamben, Homo Sacer 11-14).
