Este artículo estudia el lugar privilegiado que la música ocupa en la construcción de la poética realista de Ángel González partiendo del modo en que la canción popular entró en el engranaje de su formación a través del diálogo con Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado en Áspero mundo (1956), pasando por la consolidación de una lírica de la memoria y de la emoción en Grado elemental (1962) –donde la música propicia meditaciones sobre el tiempo, la permanencia del ayer y la historia perdida– para continuar en Tratado de urbanismo (1967) y en otros libros posteriores. Este protagonismo de la música en la obra de Ángel González quedó recogido en una antología que él mismo preparó, La música y yo (2002), donde defendió su papel como ámbito de resistencia y como refugio amable de una vida rodeada por las hostilidades.