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María Mizzi
Ya es un hecho conocido que Cervantes reúne materia cómica y grave en Don Quijote, e integra todos estos géneros literarios en prosa en ambas partes de la novela,1 lo cual produce variedad en la unidad; es decir, la novela, como producto final, es el resultado de la acumulación de episodios, algunos de los cuales están íntimamente relacionados con el protagonista, pero otros no lo están en absoluto. La tragedia cervantina, por otra parte, proscribe el poder metafísico de los dioses en la tragedia clásica y lo sustituye por la voluntad humana. No podemos dejar mencionar aquí el entremés cervantino, obras de un acto que jamás pudieron verse en el escenario durante la vida del autor, constantemente rechazadas por los autores de la época aduciendo razones que ahora consideramos virtudes y no defectos, a saber, una excesiva longitud y unos argumentos complicados para las exigencias del género, del público y de los autores, que exigían piezas que se pudieran borrar de la memoria del espectador con facilidad para continuar con el segundo acto de la comedia principal; unos personajes que, lejos de ser definidos por sus defectos o por su estatus social ("ganapán," "cirujano") tienen nombres propios que, a veces aúnan su condición a su identidad (Pedro Capacho), pero con una inconfundible singularidad (recordemos el innegable atractivo que el estudiante representa dentro de La cueva de Salamanca, o la intrigante relación entre Chanfalla y Chirinos, los dos manipuladores de El retablo de las maravillas). No bastaría una teoría que diera cuenta de los elementos materiales del teatro, porque entonces nada haría diferenciar el teatro de marionetas o la experimentación de un Samuel Beckett en Quad, de una tragedia shakesperiana o de una obra de Miguel Mihura, pongamos por caso.
